26 de Abril de 2011
Si se asumiera la tesis conservadora sobre la identidad nacional, hoy estaríamos viviendo una crisis de proporciones insospechadas. La tesis afirma que nuestra identidad es previa a la independencia, cuyo punto de partida habría sido el encuentro de lo indio y lo hispánico en el rito, conformando así la religiosidad popular cristiana. Esta, a su vez, gestó “el sustrato católico sobre el que logró constituirse el sentimiento de pueblo-nación que hubo de animar a los nuevos Estados, otorgándoles un sentido nacional” (Cousiño).
El caso Karadima, incubado desde la época de Fresno, vendrá a estallar en el seno mismo de los sectores privilegiados de la sociedad, con hijos víctimas de familias ligadas al poder económico y político tradicional del país, por lo que su tratamiento no tuvo los efectos limitados y más bien fue por esas influencias y la persistencia valerosa de las víctimas, que pudo abrirse paso en medio de la sordera obispal y las presiones de los empresarios poderosos.
También ayudó en este caso el contexto de debilitamiento de la legitimidad de la autoridad de la iglesia católica sobre sus fieles a nivel mundial. Múltiples acusaciones de pedofilia contra obispos de EE.UU., Irlanda, Bélgica, etc. y en la Congregación de los Legionarios de Cristo, arrastraban a una crisis de credibilidad que venía del giro conservador con que Juan Pablo II arrinconó a los teólogos progresistas, impidió la sana crítica, disolvió la relación de la iglesia con las comunidades organizadas y alentó congregaciones ultra conservadoras como el Opus Dei y los mencionados Legionarios. Esto se expresó en nuestro país en la designación de autoridades conciliatorias con el poder y los privilegiados, como lo fueron los Arzobispos Fresno y Errázuriz y la promoción de una camada de obispos fieles a la nueva orientación, que desplazaba a personas como el destacado ex Vicario de la Solidaridad Cristián Precht, por ejemplo.
El giro hacia el conservadurismo implicó que culturalmente la iglesia operó en el sentido contrario a lo que en Chile se abría como expectativa de la transición política. Su rol de activa defensora del respeto a los Derechos Humanos se relativizó por la idea de la reconciliación, abandonando la coherencia respecto de la paz con justicia; su papel de aliento al protagonismo del pueblo cristiano en la democratización del país se trastocó en la disolución de las comunidades cristianas, la re-destinación de los curas progresistas y el aliento al desarrollo de una espiritualidad individualista. A ello se sumó su opinión extemporánea sobre la sexualidad juvenil, la opción homosexual y el aborto terapéutico, todos temas avanzados ya por la sociedad chilena en los años ’60.
Notable es el recuerdo de las ministras de Educación, Salud y Sernam en conferencia de prensa eliminando -por presión eclesial- las JOCAS, denostados programas de educación sexual en las escuelas, mientras el embarazo adolescente se empinaba sobre el 23%. También se podría recordar la resistencia de la iglesia a las políticas públicas relacionadas con el reconocimiento de la diversidad de tipos de familias existentes en el país, las que consideraban que alentaban el “mal vivir”, la disolución de los valores de “la familia” y debilitaban el rol de la mujer como madre. Aún está vivo el prolongado debate sobre el divorcio, cuyo lobby eclesiástico llevó a que incluso senadores socialistas separados se opusieran al proyecto. En otras palabras, la autoridad moral de la iglesia corría en contra de la liberalización de los valores, doblegando al poder político y recomponiéndose como un poder fáctico en la transición para dar “orientaciones valóricas”.
La iglesia se empleó a fondo en levantarse como el reservorio de “la” corrección de la conducta moral, en su autoconferido papel de ser parte constitutiva de la identidad nacional. Levantó el argumento que “el secularismo no sólo representaría una amenaza para la identidad eclesial, sino que también para la misma cultura latinoamericana” (Morandé). En otras palabras, oponerse a la iglesia era oponerse a la continuidad de una identidad nacional nacida en el “encuentro” entre la religiosidad india y la hispana. Más claro, cuestionar el discurso católico a pesar de tener un Estado laico, era oponerse al orden natural de lo que es “ser chileno”.
El catolicismo debiera recobrar su humildad, particularmente en el plano de las lecciones morales y debe dejar de presionar a los dirigentes políticos. El Obispo J.I González (2006), ahora lucha contra el “neo paganismo” que “bajo el amparo de una falsa libertad han vuelto a paganizar las leyes que vuelven a hacerse salvajes…” y le exige al Estado no sólo respetar la libertad religiosa sino que juegue un papel más activo en proteger ese derecho. Es la iglesia que aún no entiende que en la relación entre ciudadanos no hay superioridades morales.
Tampoco existe hoy una crisis de identidad nacional aunque la iglesia y el país se estremezcan ante las denuncias de pedofilia. Este caso fue posible que se mostrara en toda su desnudez porque la sociedad chilena ha conquistado una mayor independencia entre el Estado y la iglesia, en una tarea aún inconclusa por la secularización definitiva de la sociedad y sus instituciones políticas, incluidas el poder judicial y las FF .AA. Lo que está en juego en el futuro cercano es culminar el proceso de modernización definitiva de las instituciones del Estado para que Chile sea una República en forma y se relacione con las religiones dándoles todas las libertades, pero sin financiar ni privilegiar a ninguna
La sociedad chilena venía sospechando de la tolerancia eclesial para con los religiosos vinculados a casos de pedofilia, así como de la poca valoración que tenía este tipo de crímenes entre legisladores y jueces (costó varios años modificar la ley de abusos sexuales contra los niños). Los casos del “cura Tato”, “el cura Salesiano de Valdivia”, el “cura de Putaendo”, el “cura de Melipilla”, eran una muestra. El caso del obispo Cox, enviado a Alemania para evadir la justicia con la complicidad de los propios pares, fue aleccionador: por una parte había que detener los abusos de menores que eran denunciados para evitar el escándalo, pero manteniendo la impunidad de los delitos haciendo prevalecer la autoridad religiosa y el derecho canónico por sobre el Estado.
El caso Karadima, incubado desde la época de Fresno, vendrá a estallar en el seno mismo de los sectores privilegiados de la sociedad, con hijos víctimas de familias ligadas al poder económico y político tradicional del país, por lo que su tratamiento no tuvo los efectos limitados y más bien fue por esas influencias y la persistencia valerosa de las víctimas, que pudo abrirse paso en medio de la sordera obispal y las presiones de los empresarios poderosos.
En otras palabras, oponerse a la iglesia era oponerse a la continuidad de una identidad nacional nacida en el “encuentro” entre la religiosidad india y la hispana. Más claro, cuestionar el discurso católico a pesar de tener un Estado laico, era oponerse al orden natural de lo que es “ser chileno”.
El giro hacia el conservadurismo implicó que culturalmente la iglesia operó en el sentido contrario a lo que en Chile se abría como expectativa de la transición política. Su rol de activa defensora del respeto a los Derechos Humanos se relativizó por la idea de la reconciliación, abandonando la coherencia respecto de la paz con justicia; su papel de aliento al protagonismo del pueblo cristiano en la democratización del país se trastocó en la disolución de las comunidades cristianas, la re-destinación de los curas progresistas y el aliento al desarrollo de una espiritualidad individualista. A ello se sumó su opinión extemporánea sobre la sexualidad juvenil, la opción homosexual y el aborto terapéutico, todos temas avanzados ya por la sociedad chilena en los años ’60.
Notable es el recuerdo de las ministras de Educación, Salud y Sernam en conferencia de prensa eliminando -por presión eclesial- las JOCAS, denostados programas de educación sexual en las escuelas, mientras el embarazo adolescente se empinaba sobre el 23%. También se podría recordar la resistencia de la iglesia a las políticas públicas relacionadas con el reconocimiento de la diversidad de tipos de familias existentes en el país, las que consideraban que alentaban el “mal vivir”, la disolución de los valores de “la familia” y debilitaban el rol de la mujer como madre. Aún está vivo el prolongado debate sobre el divorcio, cuyo lobby eclesiástico llevó a que incluso senadores socialistas separados se opusieran al proyecto. En otras palabras, la autoridad moral de la iglesia corría en contra de la liberalización de los valores, doblegando al poder político y recomponiéndose como un poder fáctico en la transición para dar “orientaciones valóricas”.
La iglesia se empleó a fondo en levantarse como el reservorio de “la” corrección de la conducta moral, en su autoconferido papel de ser parte constitutiva de la identidad nacional. Levantó el argumento que “el secularismo no sólo representaría una amenaza para la identidad eclesial, sino que también para la misma cultura latinoamericana” (Morandé). En otras palabras, oponerse a la iglesia era oponerse a la continuidad de una identidad nacional nacida en el “encuentro” entre la religiosidad india y la hispana. Más claro, cuestionar el discurso católico a pesar de tener un Estado laico, era oponerse al orden natural de lo que es “ser chileno”.
El catolicismo debiera recobrar su humildad, particularmente en el plano de las lecciones morales y debe dejar de presionar a los dirigentes políticos. El Obispo J.I González (2006), ahora lucha contra el “neo paganismo” que “bajo el amparo de una falsa libertad han vuelto a paganizar las leyes que vuelven a hacerse salvajes…” y le exige al Estado no sólo respetar la libertad religiosa sino que juegue un papel más activo en proteger ese derecho. Es la iglesia que aún no entiende que en la relación entre ciudadanos no hay superioridades morales.
Tampoco existe hoy una crisis de identidad nacional aunque la iglesia y el país se estremezcan ante las denuncias de pedofilia. Este caso fue posible que se mostrara en toda su desnudez porque la sociedad chilena ha conquistado una mayor independencia entre el Estado y la iglesia, en una tarea aún inconclusa por la secularización definitiva de la sociedad y sus instituciones políticas, incluidas el poder judicial y las FF .AA. Lo que está en juego en el futuro cercano es culminar el proceso de modernización definitiva de las instituciones del Estado para que Chile sea una República en forma y se relacione con las religiones dándoles todas las libertades, pero sin financiar ni privilegiar a ninguna
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